9/4/11

Guardar Silencio


Ese día, el silencio, no era por respeto. Era un silencio invasor y ladino. Todos callábamos para oír la pena, para relamernos. Nadie lo aceptaría, claro, pero tampoco nadie imaginaría el horror.

Lo escuchábamos, padre nuestro que estás en el cielo, y los mocos, santificado sea tu nombre, más mocos, venga a nosotros tu reino. Diez palabras, cuando mucho doce, y el ahogo, tratar de llenar el pecho y seguir, hágase tu voluntad.

Éramos parte de la audiencia rígida. Todos fingíamos una profunda religiosidad; todos, esa tarde mostrábamos un rezo silente y quieto. Mientras tanto, el pobre diablo, quebraba esa inmovilidad fría de mármoles y agua bendita, de olor viejo de flores viejas, y viejas que traen flores.

Yo estaba un poco más cerca que los otros. No éramos más de seis o siete feligreses dados a esa extraña tarea de pedir. Perdones y milagros, pedir. Seguía, en la tierra como en el cielo, danos hoy nuestro pan de cada día, perdónanos.

Llegó el sacerdote y lo santiguó. Con gesto simple le tocó la cabeza y así, también en silencio, le mostró el confesionario. El hombre se levantó con la cabeza gacha, seguía enjugándose los mocos y lidiando con las convulsiones del llanto. Aun con mi estricto disimulo pude ver que escondía sus manos bajo el pulóver raído, que sus dedos eran gatos enjaulados. Las manos, podría decir, le convulsionaban como el cuerpo.

Del cubículo sanador se escapaba la voz quebrada, salpicada, que decía: yo no quería, padre, no quería. Ella no entendía, padre. Solo tenía que quedarse quieta, un minuto o dos. No tenía que gritar. Y yo le decía, callate, esperá que ya termino. Y tenía un olor riquísimo en la boca, no como las otras. La saliva, padre, su saliva era perfecta. Pero ya no más, ya no más, mi señor, porque sé cómo silenciar las voces. Las voces me muerden, pero ya no más, porque sé, padre, como terminar con ellas.

Cuando entró la policía, se quebró el disimulo y se abrió la puerta del confesionario. Cuando el hombre salió, también salieron las manos de su escondite, ahora quietas, en paz. Cayeron los pantalones desgarrados y el cuchillo hizo un ruido opaco al llegar al suelo; el ruido que no pudo hacer la carne, al rodar inerte. La mancha de sangre iba del vientre a las rodillas. Alzó lo dedos y los ojos (ennegrecidos los dos) hacia el mártir, ahí, en la cruz, y le confesó: la voz se apagó, Señor.


* * *

2 comentarios:

  1. Qué interesante uso de la polifonía.Te felicito, Pamela. Creás climas muy intensos en tus relatos... Las palabras toman autonomía y se vuelven artesanas de bellísimas imágenes por sí solas...

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  2. ¡Gracias por tus palabras, Mariel! Me halaga que consideres intensos mis relatos, de verdad. Gracias otra vez, un beso grande.

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