4/8/11

El Plan


Enseguida supe que Manuel había pensado lo mismo que yo. No hizo falta mencionar nada. Apenas le conté que había conocido a Mónica y Darío le vi el entusiasmo. Son muy jóvenes, le dije. Ella no tiene más de 18. Yo me frotaba las manos, recuerdo que no podía dejar de frotarme las manos inquietas. Me tapaba la boca. Y Manuel me preguntaba, ¿estás segura? Y yo me imaginaba una liberación viscosa recorriéndole los sesos. Un basta de consultas y tratamientos y sexo acordado. Y después unos minutos de silencio. Y por fin se rompe y Manuel me dice: hacete amiga, Matilde.

Hacerme amiga y convencerla. Y si no lograba convencerla, quitárselo. Ese era el plan. El mismo que había imaginado Manuel, ni bien le conté. Me di cuenta que no nos importaron los detalles. Yo no pregunté si era un varón o una nena, qué tiempo tenía, si era saludable. Es que a esa altura no importaba. No miento cuando digo que todo lo hemos probado. Recuerdo las épocas esotéricas, las científicas, las de puro escepticismo, las de optimismo inexplicable. Recuerdo las velas, la macumba y los tés de yuyo. Las poses favorables, los días doce, trece, catorce. Hacerme amiga.

¿Cómo me dijiste que se llama el bebé? Se llamaba Sebastián. Pensé que podíamos cambiarle el nombre cuando fuera nuestro. Y tenía cuatro meses. Nos hacíamos amigas. Mónica me contaba de su soledad antes de Darío, antes de Sebastián. Nunca había conocido a su papá y desde hace años no tenía noticias de su madre. Estamos solos, los tres, me decía. Y a veces no se qué hacer con el bebé. No soporto el llanto, la mierda todo el tiempo. Vos tenés pinta de madraza, ¿por qué no tenés chicos? Porque vos tenés mi bebé, pedazo de ignorante, malsana, pensé. Y le contesté: Moni, es que nunca pude quedar embarazada. Tratamos con todo, pero bueno, el destino así lo querrá. Y la ignorante malsana, en lugar de callarse, dice: pero mirá que cosa loca, ¿no?, vos que querés, y yo no, y yo quisiera una mamá y vos un chico, que loco. Y yo le respondo: paradoja, se llama; eso, paradoja.

Una mañana le dije a Manuel que estaba cansada de tomar cafecitos con esos dos que tenían a nuestro hijo. Que ya no soportaba no poder ver a Franquito. Que esa yegua se la pasaba contándome sus penas, su puta madre abandónica, su padre ausente. Que cada vez que llamaba Sebastián a mi hijo me daba náuseas. Que siempre tenía una excusa; o que lo dejó en la guardería o que estaba con el inútil del padre. Pero por Dios, vos sos el padre, Manuel. Y le dije que basta. Que llegó el día.

Nos invitaron a cenar, porque ustedes siempre son tan divinos con nosotros, dijeron. No traigan nada. Vengan esta noche, así conocen a Seba.

Yo solo conocía su casa por fuera, de dejarla en la puerta después de nuestros encuentros. Siempre me pareció una pocilga, pero entrar fue repulsivo. La puerta de entrada lanzó un chillido de perro enfermo, de animal lacerado. Ella se había maquillado tristemente para la ocasión. Quizás el celeste rabioso de los parpados, las uñas de un rosa chicle que invadía las cutículas; quizás el pelito cortajeado, raya al medio, en dos colitas, le dio un aire infantil pecaminoso, ultrajado, de muñeca rota o escrita con fibra azul, de pendeja que vio a unos tíos gordos coger por el ojo de la cerradura, de guantes con los dedos rotos en las puntas, de medias rotas en las rodillas, de saco roto en los codos.

Mónica nos sentó a una mesa con mantel de hule, y yo sentía que a cada paso me ensuciaba, se me percudía la falda negra, se me hacía carne el olor a grasa. Mónica tenía la misma expresión que las flores de plástico sobre la repisa. Mónica trajo una soda en envase de vidrio, una picada en platos descartables, un jugo anaranjado para diluir. Mónica cortó el pan en rodajas, lo colocó en abanico dentro de una panera con servilleta de papel, lo puso en la mesa y me dijo: comé, mamá. No respondí a su provocación. Le pregunté por Darío. Ya viene, fue con Seba a comprar el vino. Con Franquito, le dije. No respondió a mi provocación. Manuel, mientras tanto, miraba todo con ojos de vaca.

Entró Darío y traía a Franquito en brazos. Estaba demasiado envuelto para verlo desde la mesa con mantel de hule. Me levanté apenas para ir hacia mi hijo y Darío me hizo un gesto con la palma abierta, para que espere. Con señas me dio a entender que estaba dormido y se escabulló por un pasillo sucio. Volvió con las manos vacías. Ahí noté que estaba peinado con rigurosa raya al costado. Tenía unas bermudas con tiradores como de instituto de pupilos. Un dejo de rector que hace rezar arrodillado sobre trigo, cara de bofetada en un domingo por interrumpir una charla de mayores, de primeras erecciones infantiles.

Para ese entonces, yo sentía una rata caminándome los intestinos, los riñones, los pulmones. Terminemos con esto, les dije. Quiero a mi hijo, ahora. Y en ese instante Darío se me agolpa en el pecho, me abraza, me envuelve como hace minutos envolvía a mi hijo. Y me dice: mamá, que linda que estás. Después me suelta, y pasa a colgarse del cuello de Manuel y le cuenta cuánto lo quiere y le dice papá. Y se suma Mónica, que con una mano en el hombro me sienta nuevamente, y sube a mis rodillas, me rodea el cuerpo, las uñas rosa sobre mi camisa blanca. Me muestra una muñeca que guardaba en el bolsillo del delantal, la peina con las manos. Manuel está con los brazos abiertos, mirando un abrazo que no responde. Y hay olor a sopa con lamparones de aceite, y hasta parece sonar una música vieja, de niños viejos, de disco rayado.

Como pude, me liberé de las manos de Mónica y corrí por el pasillo sucio, en busca de Franquito. La escasez de luz me hacía tropezar con un sinfín de juguetes, regados por el piso. La primera puerta era la del baño. En la segunda, al abrir, podía verse una cuna con tules desde el techo; la habitación estaba plagada de muñecos y había una reunión de cucarachas en una esquina. Agarré a mi hijo y al verlo inmóvil, con los ojos abiertos, la cabeza fría, no pude contener el llanto. Volví a la cocina cargándolo. ¿Qué hicieron con mi hijo?, les grité, y tiré contra el suelo el cuerpo inerte. Al caer, el bebote de porcelana se quebró en mil pedazos. Los holanes, las puntillas, el terciopelo azul de desinflaron sobre los trozos de bebé. Pude ver entre las lágrimas que Darío sacaba una escopeta, que nos apuntaba. Nos ordenó calma, nos invitó a sentarnos a la mesa, a cenar, como lo habíamos programado. Esto sí es una familia, dijo. Yo, minutos después, más repuesta, les dije: está bien, como quieran. Pero de ahora en más son hermanos. Vos te llamás Franquito. Y Manuel le dijo a Mónica: y vos te llamás Matilde, como tu madre.

* * *

2 comentarios:

  1. El cuento obvio que excelente. y la imagen, la pinturita de pablo, una masa.

    jajajajajajajajajajaja.

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  2. Un Picasso iba bien con un relato tan bizarro,¿no? !ShatterLuke! ¡Qué lindo tenerte por aquí! Espero pases más seguido, che. Un beso grande!

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