19/6/11

Las noches de Diego Patricio Rodríguez


El sol es un botón ridículo. Y cuando cae, el páramo es todo peligro. Él lo sabe, todas las criaturas lo saben. El éxodo es hacia las cuevas, en busca de cualquier cosa para avivar el fuego. Todos caminan, reptan, trepan, casi tan oscuros y agazapados como las sombras que paren, que proyectan, que los iguala. El andar es un poco triste, todos arrastran una vejez, sin importar las edades, las espaldas.

El sol es un botón que se apaga. Recoge para sí todo el calor, toda la luz que ha brindado; y todos se guarecen. Él camina detrás del niño. Va detrás en plan de vigía, de corrector del sendero, de apurador. Es la hora. A los gusanos gigantes se les encienden los ojos. Son gigantes de verdad, le relata al niño. Dentro de su cuerpo larguísimo cabemos cientos de hombres parados. Por suerte el gusano no se aparta de su camino. Va y vuelve por la senda marcada en la tierra. Nunca hay que cruzar por la senda, dice y camina y busca en todas las direcciones el mejor lugar para pasar la noche.

Más allá unos monos azules vigilan las ramas que hay que cruzar. Allá están las mejores cuevas, las que están más reparadas del frío, las estrellas, las cucarachas. Hay que esperar que los monos azules se vayan. Los señala con los ojos, y con el mentón le muestra dónde será la espera. Sobre las piedras apoyan la vejez primero, la espalda después. Y él le cuenta al niño, le dice vivaz de los peligros de la noche en la selva, de la ley del más fuerte. Le muestra a los otros, que, como ellos, esperan la partida de los monos azules, que en la oscuridad se subliman en un bosquejo gris. Y apunta a los otros, que caminan como si ellos no ocuparan ningún sitio. Tienen el mismo tamaño, pero parecen enormes. Le apunta unas aves peligrosísimas que se han apartado de la bandada para devorar restos de comida que otras criaturas han dejado caer; y unos lobos aterradores que no temen dormir junto a los gusanos gigantes.

El sol es un botón ausente. Las ramas están liberadas. Y ya comienza un relato vivo, de aventura. Caminan rápido, y a la vez, vos no tenés que tener miedo. Cruzan las ramas, dale, apurate que se acercan los lobos. Y el niño casi oye los aullidos, se imagina los dientes, el golpe seco de los dientes, lo que se destruye con un golpe seco de los dientes. Y corre, y vamos papá, ya llegamos. Y llegan. Llegan a la cueva. Tiran harapos en un rincón del otro lado del recinto central. Desde allí se ven las luces de otras bestias, afuera, más ruidosas. Y como todas las noches, él le dice antes de dormir, que no tenga miedo, que recuerde su nombre, que no haga pucheros. Y lo tapa, y a modo de examen diario se escucha: vamos, ¿cómo te llamás? Diego Patricio Rodríguez. (Diego Patricio Rodríguez se limpia los mocos con el puño) Diego, por Maradona. Patricio, por los Redondos. Rodríguez sos vos. ¿Cuántos años tenés? (Diego Patricio Rodríguez levanta cuatro dedos sucios) Cuatro. ¿Qué vas a ser cuando seas grande? (Diego Patricio Rodríguez se rasca, posiblemente los piojos) Médico, abogado o jugador de fútbol. ¿Qué hay que saber de la selva? (Diego Patricio Rodríguez demora en contestar, quizás sea la respuesta que siempre olvida) Que hay peligro. ¿Y qué es lo más importante? (Diego Patricio Rodríguez se refriega los ojos) No tener miedo.

Ya dormido, le acaricia la frente en el primer y último gesto blando del día. Ya dormido, los gusanos parecen trenes, los monos parecen policías, las aves de rapiña son sólo palomas, los lobos son perros flacos, y las cucarachas son cucarachas. Mira. Mira y soporta una traición en el pecho. Mira y las fosas se le abren. Al cosmos, a los caminantes que caminan y hacen caminos sobre sus trapos. Mira y ve el cartel, lejos. Diego Patricio Rodríguez no sabe leer, pero dice Constitución.
* * *

2 comentarios:

  1. Lo había degustado en otro lado. A veces ese mundo de sombras no necesita de la noche.

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  2. Leo, querido; es tan triste. Cuando la sombra no termina, el día nunca gana y la noche no tiene estrellas. Gracias por tus palabras.

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