En aquel momento pensé –y sigo pensando- que el destino me eligió por las decisiones que tomé. Por dos decisiones en especial: ser veterinaria y parir en mi casa. La primera me permitiría hacer las cosas de la manera más idónea posible, y la segunda evitaría el escándalo. Eso tuvo en cuenta el destino, o Dios, no sé, cuando determinó que mi hijo sería un mono. Mi hijo nacido de mí, quiero decir. Engendrado por mí y por mi marido.
Cuando Rafael nació, mi marido y la partera se desmayaron. Yo estuve a punto, pero logré mantenerme consciente por mi hijo. Que estaba ahí, recién salido de mi cuerpo, y era un mono. Entonces Rafael se prendió a mi teta y nada más me importó.
Una vez pasada la sorpresa inicial –y fue un inicio que duró mucho tiempo- mi marido y yo debatimos sobre qué debíamos hacer; para empezar, convencer a la partera de que tenía que guardar el secreto: pasara lo que pasara, atraer a la prensa sería algo malo. La partera, por fortuna, también lo entendió así, y juró no decir nada. Nos consta que cumplió: la prensa siguió ocupándose de algún romance famoso e intrascendente, y nadie vino a golpear nuestra puerta. Por otra parte, a los vecinos y a los parientes les dijimos que Rafael nació muerto; no nos costó fingir dolor, ya que llorábamos en serio cuando hablábamos de nuestro hijo fallecido; llorábamos de culpa, y luego colgábamos el teléfono y abrazábamos y besábamos a Rafael, no humano pero vivo.
Rafael se quedaría con nosotros. Eso decidimos. Cuando la gente empezó a preguntar de dónde había salido ese mono, dijimos que había sido abandonado por su madre (culpa, llanto) y que por el momento estaba a mi cargo. Así pasaron un par de años.
Un tiempo después empezamos a notar que había algo que no andaba bien. Rafael era un hijo dulce, inquieto y alegre, pero cada tanto caía en pozos depresivos, cada vez con más frecuencia. Comía poco, dormía mucho, se sentaba frente a la ventana y miraba a lo lejos, y lo lejos era la pared de la casa de enfrente. Y lo peor de todo, lo que más nos destrozaba, era que ni él sabía qué le pasaba. Doler y no saber el motivo convierte al dolor en tortura. Entonces sumé dos más dos, y el resultado fue que Rafael era nuestro hijo pero también era un mono. Mi marido y yo no dudamos: había que hacer un viaje.
Rafael cambió de ánimo apenas llegamos a la selva. Miró a lo lejos y la mirada fue realmente lejana; no le alcanzaban los sentidos para llenarse de cosas. Corrió y gritó de alegría, mordió una fruta que encontró en el suelo, se trepó a un árbol, se cayó, se volvió a trepar. Nunca había visto a mi hijo tan feliz.
Los monos llegaron al rato, convocados por los gritos de Rafael. Él los miró con sorpresa y temor, y luego corrió y se abrazó a mi pierna. Los monos se acercaron con cautela y lo olieron. Rafael, al ver que nada malo pasaba, le tocó la cabeza al más cercano. El mono hizo lo mismo con Rafael. Rafael me miró.
-Andá, nosotros nos quedamos acá –le dije. Rafael soltó mi pierna y siguió a su nueva manada; en el camino se dio vuelta, quería vernos.
-Estamos acá, hijo –agregó mi marido.
Rafael, más tranquilo, se fue con los monos.
Ese día dejamos todo y nos mudamos a la selva.
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Gilda Manso es autora de los libros de cuentos Primitivo
ramo de orquídeas (Libros en Red, 2008); Matrioska (Malas Palabras Buks, 2010; Educación y Cultura (México),
2012); Temple (El 8vo. Loco/Milena
Caserola, 2013); y Temporada de jabalíes
(Malas Palabras Buks, 2013).
Coordina el ciclo de lectura Los Fantásticos.
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