Mañana va a hacer frío. Lo
dijeron en la radio. La radio es una rata que no se escapa de la luz, ahí se
queda para recordarle sus miedos. Cuatro grados bajo cero. Hoy le recuerda el
frío. Como otros días le recordó la lluvia o la crecida.
Pero no, ella decidió que no.
Mañana no. No va a hacer frío en
el rancho, como ayer. No se va a levantar primera, magullando el mal aliento.
No se va a corregir la colita del pelo, ni va a limpiarse los mocos con el
revés del buzo, que es ropa de día y de noche. No va a prender la hornallita
que nace en la garrafa. No dejará el colchón mugriento en el piso mugriento;
ese colchón lleno de un hijo que no, no va a tener frío, como ayer. No le va a
mirar los pelos pegados en la mejilla por la baba, las uñas sucias, los mocos
que todavía no le limpió con el revés del buzo. No va a hacer frío.
No lo va a levantar de prepo a
cartonear. No le va a dar el mate cocido en la taza marrón. No va a relojearle
el metro veinte detrás de la nube que forma su propia respiración. Ni siquiera
le va a decir “vamos m’hijto, apúrese”.
Nada de esto va a pasar porque,
justo antes de que se haga noche, vino el camioncito de la iglesia. Entró por
el barrial que arranca después del asfalto. Vino y trajo cajas con fideos,
arroz y lentejas. Vino y trajo bolsas de residuos con ropa residual adentro. Y
al pie del camioncito se agolparon todos, y todos recibieron algo, y también
ella.
Se fue al rancho con las dádivas.
Amontonó la comida en un estante, alto, para que no se humedezca; bien cerrada,
por las ratas. Después abrió la bolsa negra, hurgó en las prendas. Entre
remeras con cuello desbocado, medias sin talón y pantalones sin elástico fue el
milagro. Apareció como un dedo pequeño y tímido. Primero uno, después todos.
Todos los flecos de una bufanda azul. Azul, punto santa clara.
Y ahora ella llora apretando la
bufanda. Mañana va a hacer frío y la bufanda. Flecos interminables de lana,
azul sobre uñas negras, llanto sobre lana. La bufanda que desmiente la radio, y
a pesar de todo, el llanto.
Y ahora se mete la bufanda entre
la ropa, sirve un guiso homogéneo de arroz pasado, come sin mirar a ese hijo
que también come sin mirarla, porque los dos solo tienen ojos para el plato. Y
después al colchón mugriento, “acuéstese usté primero, m’hijito”, una garrafa
abierta y una bufanda ajustando el sueño. Azul sobre uñas negras, manos de
madre que llora un sueño azul que se interrumpe, que patalea y tose y después
cede.
* * *
Quería dejarte un mensaje, sobre todo para que sepas que he pasado por aquí. Pero no se muy bien que decirte...
ResponderEliminarEl cuadro es terrible y al mismo tiempo está bellamente, descarnadamente relatado. Y ese hambre y ese llanto.
Muy bien Pamela, excelente!