Un sonido. Un
sonido lejano que se acerca. Lejano, intermitente y áspero, se aproxima veloz,
indescifrable. No tiene identidad, ni dimensión, ni procedencia. Es un
graznido. Y con la revelación, el gusto dulce del agua, que no quita la sed,
pero ahoga. Volvió a quedarse dormida. Abre los ojos junto a la convulsión de
los brazos, que abandonan el vuelo calmo sobre la superficie del agua, y se
sumergen en un movimiento involuntario, como buscando asirse a cualquier cosa.
Los ojos tan abiertos como permite la anatomía le muestran el ave, que sigue
graznando como si quisiera mantenerla despierta. Ya no cuenta de a sesenta para
tener noción del tiempo que lleva en el agua. Los retazos del bote se han
alejado tanto que el verde le invade todos los horizontes. También ha dejado de
gritar. Ahora solo llora con espasmos, de a ratos, cuando tiene accesos de
conciencia y sabe con certeza que va a morir. Entre llanto y llanto, la quietud
es violenta. La nada es irrefutable.
El chaleco la sume
en una posición errática; tiene los brazos suspendidos hasta los codos, y la
cabeza deprimida entre los hombros. El resto del cuerpo, ofrendado a esas
fauces que parecen de alquitrán, poco a poco se adormece en el frío, se hace
imperceptible, y liviano y ajeno.
A la orilla,
quizás, llegue un hombre a nado rogando ayuda con un hilo de voz. Pero aquí,
ella permanece presa de los círculos que se propagan en el rostro del agua, de
la oración desesperada. Por momentos, cree sentir los dedos de los pies, cree
moverlos, se concentra en ellos con la voluntad frágil, hasta que un pez se
roba todos los sonidos, todos los hechos posibles en ese aturdimiento líquido.
Salta desde la espesura con una simpleza indignante, con una libertad que la
devuelve a un llanto de niño, con mocos y todo.
Siente el frío
devorársela desde abajo. Y quizás hay un instante en que cree sentir las
rodillas. Parecen dientes. Una cosquilla estúpida, como eléctrica, y después
otra vez, nada. Allí, sola, agua, nada.
En la orilla,
quizás, un hombre consiga un bote y desande el río en su auxilio. Pero aquí,
ella se aliviana con el correr del tiempo. Ya olvidó sus piernas, y la vigilia es
una lucha. El ave que la mantenía despierta ha volado, dejando un ruido de
plumas. Desde su silencio la llora como un abandono más. Otro, además del de su
cuerpo. Y ahora las cosquillas le arañan los glúteos, como hormigas laboriosas,
o peor, como una picana húmeda; y le provoca un temblor odioso, que le hace
apretar los dientes.
El sol se cae de un
tumbo, y quizás, un hombre venga en camino cortando el río sin pausa. Pero acá,
ella siente trece agujas en las manos. Siente una palidez que le baja desde el
cielo. Con un esfuerzo, con un suspiro, mueve los dedos para espantar los
peces. Encoje los brazos para tomarse el vientre que ha desaparecido. Si
estuviera fuera del agua, su cuerpo no sería más que un cúmulo de viento. Aquí,
es agua y peces, y un sueño que le gana, y un gusto a sangre que sube desde los
dientes y las aletas. Aquí, llora por última vez tocándose el estómago, que es patinoso
y de escamas, y le tiembla bajo las palmas, y nada en todas las direcciones, y
come.
Aquí, llora por
última vez escuchando el motor de un bote en el que, quizás, venga un hombre a
rescatarla. Llora haciéndose peces y agua, y rendida al sueño. Y el motor se
detiene a su lado y la toma de los cabellos, y levanta una cabeza, unos brazos
muertos, un chaleco, y un montón de peces vivísimos, desesperados, que solo
sueltan la carne cuando empiezan a ahogarse fuera del agua.
* * *
Este cuento ha sido señalado con Mención General en el III Certamen Literario de Ediciones Ruinas Circulares, cuyo jurado estuvo integrado por Liliana Díaz Mindurry, Patricia Bence Castilla, Humberto Guido Meoli y Carlos Rizzuti. Integra la III Antología sobre Cuento y Poesía de la misma Editorial.
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