2/12/13

Una laucha en un agujero - Jorgelina Etze


Se acercó a la ventana. Cuando apoyó la frente sobre el vidrio, notó que llovía.
Sin moverse, observó, muchos metros debajo, a las personas buscando refugio.

─ Señor Vargas ─la recepcionista le hablaba. Él apenas se volvió─. El Ingeniero Navarro va a recibirlo en un momento. ¿Desea tomar algo mientras lo espera?
─ No, gracias ─respondió él, y siguió mirando la calle.

Ahora ese hijo de puta era “El Ingeniero Navarro”. Mirá vos. ¡“El Ingeniero Navarro”!
Al recordar lo que “El Ingeniero Navarro” y él habían hecho, sintió punzadas en las tripas.
¡Cuántos ruidos molestos había en aquella oficina! La campanilla del ascensor, el zumbido de una puerta al cerrarse, el intermitente chillido de la impresora, el golpeteo de los sellos, una risa ahogada…
Se acordó de otras risas, de las carcajadas traviesas de sus amigos de la juventud, de Marita y su perversa inocencia cuando, medio en pedo, subiéndose la remera les había mostrado las tetas a él y al “Ingeniero Navarro”.
Era linda Marita. Bah, linda no: apetitosa, la pendeja. Y también un poco puta. Pero había dicho que no, y eso tendría que haber bastado.
El cristal estaba húmedo: el calor que generaban las estufas se condensaba allí. Él se alejó de la ventana y se sentó junto a la máquina de café.
La asistente le sonrió, como disculpándose por la demora.
Aquella noche estaba tatuada en su memoria. Había comenzado temprano, con alguna droga y demasiado alcohol. El muy zorro le había dicho que se fuera, que lo dejara solo con Marita, que se la iba a coger. ¡Se tendría que haber ido! ¿Para qué quedarse? ¿Para hacerse una paja mientras miraba?
Y así se había convertido en un cobarde. De lo único que fue capaz, cuando Navarro quebró a Marita, fue de espiar como una laucha desde un agujero y vomitar después de haber oído cómo se le desgarraba el alma a la pobre, cuando Navarro la violaba y la molía a palos hasta matarla.
Aún hoy se preguntaba por qué no paró todo aquello mientras pudo. Si hubiera intervenido, si al menos se hubiera atrevido a gritar… A lo mejor Marita no se hubiera muerto. ¡No! ¡Marita no se murió! El hijo de puta la asesinó, y él lo dejó asesinarla.
Su vida se había detenido aquella noche, como si la laucha nunca hubiera abandonado su madriguera. Revolcándose en su propia mierda, temeroso de que alguien le pisara la cola. Nunca había podido hacer nada más. Ni denunciar a Navarro, ni asumir su propia cobardía. ¿Cómo explicar que había sido testigo y no había hecho nada? ¿Eso no lo convertía en cómplice? ¿Acaso no era un criminal por omisión?
Además, ni siquiera estaba muy seguro de lo que había ocurrido: sus recuerdos flotaban confundidos en un remolino de alcohol.
Un timbre sonó en el escritorio de la secretaria.

─ Señor Vargas ─le dijo ella─. El Ingeniero le pide que lo aguarde unos minutos más. Por favor, no se vaya.

Él asintió y no dijo nada.
Después todo se había ido al carajo. Claro, Navarro ni se enteró. A los pocos días había dejado el pueblo para ir a estudiar, para convertirse en “El Ingeniero Navarro”. A él, en cambio, lo internaron: la segunda vez que intentó matarse, el psiquiatra aconsejó encerrarlo “por su propia seguridad”. Con amargura pensó que lo tendrían que haber encerrado antes, pero por la seguridad de Marita. A él, y al “Ingeniero Navarro” también.
La ansiedad lo consumía. No podía seguir quieto. ¿No habría en aquel sitio algo para leer? Encima no se podía fumar.
Ya no soportaba el peso de su conciencia, pero mucho menos tolerable era la idea del infierno que lo esperaba. De un futuro vacío de todo, menos de la culpa que infectaba cada segundo.
Alguna vez se le ocurrió entregarse. Pero ir preso no le devolvería la vida a Marita. Sólo significaría interminables horas de pensar. De pensar y pensar y pensar hasta volverse loco.
Por eso había ido a ver a Navarro. A lo mejor podría hablar con “El Ingeniero”. Quizás allí encontrara alguna salida. A lo mejor él estaba confundido. ¿Y si había interpretado mal las cosas? No. Él sabía bien lo que había visto, pero la muerte de Marita lo había arrojado a un abismo, y Navarro era su única salvación. Si le aclaraba las cosas, si le explicaba que nada había sucedido del modo en que él lo recordaba. En fin, si lo convencía de que no había tenido nada que ver con aquella terrible noche, tal vez él no se rajaría la cabeza de un tiro; atormentado por su pasado, incapaz de afrontar un futuro apestado de culpa y cobardía.
Las posibilidades de estar equivocado eran remotas, inexistentes. Sin embargo, debía intentarlo. Debía saber.
La empleada le hizo una seña y lo guió hasta el despacho del Ingeniero, que lo recibió todo sonrisas y ademanes.
Entre un “Qué alegrón viejo” y un “Cuántos años pasaron”, lo invitó a sentarse y le sirvió un whisky. A él le supo a ceniza.
Mientras bebía, observaba a Navarro que lo miraba tranquilo, con inocencia. Como si no recordara que Vargas había presenciado aquel horror.
Seguro, seguro que estaba confundido. Navarro… ¡Navarrito! Su compañero de banco, su amigo de la infancia, no podía haber cometido semejante atrocidad. Entonces se sintió aliviado. El whisky se deslizaba cálido por su garganta. Se arrellanó en la silla.

─ ¿Y, Vargas? ─le preguntó el Ingeniero─. ¿Qué se cuenta por el pueblo?

El momento había llegado. Hablarían de frente. Él se sacaría todas las dudas. Y ahora estaba seguro: la mochila de culpa que durante tanto tiempo había cargado, se quedaría allí. En aquella oficina de la Capital. ¿Por qué no se había atrevido a hablar antes? ¡Qué estúpido había sido! Todo se limitaba a saber, sin ninguna duda, qué había ocurrido aquella noche. Su vida se jugaba, literalmente, en esa respuesta. En las palabras y en los gestos de Navarro al ayudarlo a recordar.

─ Bueno, mucho no sé. Hace mucho que me fui del pueblo, después de lo de Marita. ¿Te acordás?

Listo, ahí estaba. Sobre la mesa, todo dicho.
El Ingeniero Navarro lo miró confundido.

─ ¿Marita? ¿Quién es Marita?
─ ¿No te acordás de Marita, Navarro? Marita, la tetona… Iba con nosotros al Bachiller.
─ Pero viejo, estás confundido. Yo me fui del pueblo a los doce años…

Entonces a Vargas lo abrumaron los recuerdos. Todas las piezas ocuparon su sitio, y al fin pudo ver el cuadro completo cuando lo asaltó la lucidez. Se vio cometiendo el terrible crimen que su mente le había endilgado a otro, y entendió su encierro en aquel hospicio. Navarro no había estado aquella noche. Nadie había estado. Tan sólo Marita y él.
No pudo resistirlo.
Antes de que Navarro pudiera hacer algo, antes de que siquiera pudiese gritar, Vargas saltó sobre él.
Al oír los gritos de su jefe, la secretaria llamó a seguridad. Enseguida los guardias entraron al despacho, pero fue demasiado tarde.
Navarro yacía en el suelo, con el cráneo reventado. Vargas ahora ocupaba el sillón que, minutos antes, había sido del Ingeniero.

─ ¿Cómo no voy a acordarme de Marita? ─preguntó, y se perdió para siempre en la locura.

* * *

Jorgelina Etze es abogada, asesora de seguros y escritora.
Integró la antología Cuentos con Todo, de La Letra Eme.
Es autora de "No hay una sola forma de morir", que se presentará el 14 de Diciembre a las 19hs en Oma, Somellera 848, Adrogué, Pcia. de Buenos Aires.

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