15/9/10

El Canje


Marita había hecho arroz con pollo, como antes, cuando estaba Patricia. El olor de la cocina, el mantel a cuadros, el humo escapando de la cacerola, Marita con delantal otra vez, después de meses, casi tuvo sabor a Patricia en su cuarto, apilando discos, subrayando frases en sus libros y escondiendo los Philip Morris bajo la almohada. Pero no. Aún así, me conformó que quizás Marita había salido de la adormidera. Que por fin podía levantarse de la silla donde la esperaba inerte, que esa noche me preguntaría por las reuniones, los petitorios, los otros chicos.

Con esa esperanza callada, le di un beso en la frente y le acaricié el pelo simulando no sorprenderme con su renacimiento. Ella, de pie, cerró los ojos. Sentate, dijo, ya casi está.

Me sirvió abundante, ralló queso, y se sentó a mi derecha. Mis primeros bocados los miró de la mesa a la boca, en silencio y con su plato vacío, arrumbada la mandíbula en un puño. Comé, le dije. Y me pareció que mi voz rebotaba en la media luz. Pero no comía, y dejó de perseguir los bocados; ahora fija la mirada en la mesa, la mano asfixiando un pañuelo gris.

Por los pequeños vidrios de la puerta vi los faros, blanquísimos e inquisidores. Y cuando volví a sus ojos me di cuenta que Marita había llorado desde siempre. Marita lloraba la ausencia y la incertidumbre. Los meses, devenidos en siglos de llanto, en sus ojos que no me miran, en la sal de las lágrimas, en los faros que se acercan, en el estómago que se achica ¿Qué hiciste, Marita?, le rogué. El vientre, Julio, me duele hasta el vientre de que no esté, me contestó. Me dijeron que así va a volver.

Le tomé la mano, como un perdón, justo antes de que la puerta cediera. Justo antes de los cuatro hombres que me arrastraron hasta los faros, justo antes de la capucha.

En una oscuridad indecible me abandonaron entre otras penas oscuras, tan encapuchadas y perdidas como yo. Había un hedor rojizo, un silencio de ahogos, los moretones se oían y se olían, los mocos se secaban entre la nariz y la boca, la sed era del cuerpo.

Y Patricia otra vez. Y Dios mío hija qué te hicieron tu madre te espera no te preocupes vamos a salir te buscamos tanto cuidado me duele acercate no puedo la capucha. Y Patricia otra vez. Y papá papá qué hacés acá que pasó cómo están dónde están los demás qué te hicieron esos hijos de puta me duele acercate no puedo la capucha. Y Patricia otra vez.

Y después, de pie, soretes, una voz. Una pasta fría en los pies, y cada vez más fría y más dura, hasta no mover los dedos. El viento abrasivo en los brazos, en las capuchas, en las amarras de las manos, en las piernas inmóviles. Después la libertad, por fin, Patricia y yo, y el agua, el agua abajo, el agua final, el agua.
* * *

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