7/5/10

Como los Árboles


Sorprendente la periferia del achaque, habrá pensado. Y miraba fijo el meñique del pie izquierdo, inerte en la alfombra. En mitad del living, con una inclinación apenas, las manos detrás, increpaba con los ojos al pequeño cadáver, que respondía con una quietud exhaustiva. Sin pasión, lo recogió abnegadamente, y su gesto conformista me dijo que lo intuía lógico. Tantos años así, algo iba a perecer. Lo único que sorprendía era la periferia.

Claro que todos podemos vivir sin meñique del pie izquierdo. Era un justo precio por aceptar el tratamiento, elegirlo sin más ni más. Sobre todo así, con un ataque tan lejano al foco de la verdadera neuralgia. Porque seguro hay más de un metro de un meñique de pie izquierdo al corazón. Nadie podría discutir la pérdida, y así las cosas siguieron, con la sensatez que esconde la muerte y la naturalidad del desamor.

En defensa del paciente diré que el tratamiento era lo único que cualquiera hubiera sugerido razonablemente. Hubo quien habló de arriesgarse, de sentir, y algún otro perogrullo. Pero qué amor ni ocho cuartos. Una madre o un psiquiatra lo hubieran indicado por igual. El proceso era largo pero efectivo, de manera que un meñique de pie izquierdo no nos haría titubear.

La caída del codo derecho la debe haber preocupado, pero el temor llegó con la nariz. Aunque, con rigor de verdad, el temor llegó sin la nariz. Con las fosas al aire, como cuencos ridículos, como punto de fuga en el centro del rostro, devino en gran incordio un paseo en días de lluvia, dormir boca abajo y sonarse los mocos. Lavarse la cara era una debacle, la higiene terminaba en ahogo y el jabón era un mal trago. Ducharse con visera pareció un remedio eficaz, pero pronto se encontró dudando. Por primera vez, después de tantos años de vida plena, y ahora la duda.

Pude disuadirla. Rechacé de lleno su petición de dejar los inhibidores. Casi sentí pena por su desapasionada desesperación, pero con razón y palabras lentas, una vez más la despojé de sus cursilerías. Ingratos pacientes, que vienen pidiendo a gritos que les extirpe el dolor, el abandono, la miseria, y luego por una nada de un dedito, de una nariz respingada, de un codo gastado, hacen todo este bochinche. La cura estaba pronta, y eso le hice ver con los ojos, que aún no habían caído.

Una mañana soleada, de ruiseñores cantores (tan pueriles que son) y murmullo de señoras que van a comprar fruta madura, se levantó como de costumbre. Grácil, liviana, como si el peso de la vida se le hubiera hecho añicos en un sueño que no recordaba, dejó el lecho, y caminó lentamente hasta la ventana, quizás para envidiar sin estorbos la felicidad ajena. Probablemente, se debatió internamente entre té y café, y giró sobre sus talones en busca de la cocina. En ese breve recorrido ocurrió. Casi en el umbral sintió entre sus ropas deslizarse una roca; con la lógica de la gravedad, se escurría desde sus senos y por debajo del camisón un peñón del tamaño de su puño. Solo el torpe algodón que le cubría el cuerpo evitaba su caída enredándose caprichosamente. En un movimiento sereno, desprovisto de cualquier efusión, aligeró la prenda, dio lugar al intruso que moraba entre la piel y la tela (tan blancas las dos) para que termine su clavado insalvable. Con el sonido del hielo contra suelo, quizás de la madera muerta, sometida por el hacha, lo vio caer. Era gris, con un sinfín de surcos, llamativamente pesado para ser hueco y áspero al tacto. Lo levantó como quien toma un cachorro desahuciado, y después de guardarlo en el primer cajón de la cómoda, caminó hasta el espejo arrastrando los pies. Levantó el camisón hasta el cuello y contempló el hueco en el pecho; perfecto, prolijo, sobre el seno izquierdo, indoloro.

Días después, ausculté el corazón que trajo la paciente, cuidadosamente envuelto en papel de seda, y verifiqué el estado del boquete. La tranquilicé, como hubiera hecho cualquiera, razonablemente. Y le dije, estás curada.
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