7/11/13

El perdón - Horacio Rodio Seín


Yo era una niña solitaria, licenciada, ¿entiende eso?, es decir, sé que lo entiende; usted acá, lo debe haber escuchado muchas veces; pero ¿lo ha comprendido?, porque algunas cosas hay que sufrirlas para que podamos concederle a las palabras el peso de lo que nombran. Ser solitaria, de niña, es ser recién llegada, fea, oler mal, ser rara, es como resignarse a ser un fenómeno. Mis compañeras se visitaban entre ellas para hacer la tarea o tomar la merienda, pero mi casa era demasiado humilde y siempre estaba en construcción. Entonces, a la pobreza, que era mejor ocultar, había que sumar la mugre; y a mi madre, sí, a mi madre también: ególatra, metida e insufrible como era.

Los albañiles eran tres y a pesar de las diferencias delataban que algo los unía, además del trabajo; luego supe que el viejo era el padre de los otros. Era el más charlatán y el que menos trabajaba, pero daba las órdenes. El más esforzado era el hijo mayor que tendría la edad de mi padre. Era un hombre taciturno y podía trabajar sin dejar de fumar. Por supuesto, licenciada, taciturno es una palabra posterior, ahora sé lo que pesan las palabras. Yo entonces lo sentía desconfiado, o alguien como mi padre, para quien los chicos eran personas a medio hacer. A mí sólo me interesaba el tercero que me llevaría unos seis años. Le decían Chiqui y era bastante vago, el viejo lo vivía pinchando y alentando para que se moviera; pero era lindo, muy lindo, aunque me mirara con indiferencia. Él a veces me sonreía y eso era peor que la indiferencia. No eran sonrisas, eran muecas, como las que se le dedican a las cosas poco importantes. Yo igual le hacía la lucha, jugando con las muñecas cerca de ellos, hablándoles, retándolas, disparando inocentes indirectas sobre sus capacidades mentales. Usted sabe, licenciada, la necesidad de las niñas de esa edad de ser tenidas en cuenta alguna vez, de ser; de ser algo; de ser algo para alguien.

Una tarde, después de hablar con mi madre, el viejo se retiró antes. Tenía que ir al corralón a reclamar los materiales para el otro día.

─ Es necesario estar muy atentos a lo que piden y lo que traen ─ le había encargado mi padre y mi madre lo cumplía con la pasión de un inquisidor.

El del medio aprovechó para cambiarse e irse, ya que no podían seguir por falta de ladrillos. Quedó sólo el más chico ordenando y limpiando. Ese día me habló por primera vez, y pude descubrir que los muchachos eran como los chicos del cole, se acercaban a las nenas cuando nadie los miraba. Igual, yo estaba encantada.

─ ¿Siempre jugás sola? ─ me preguntó.
Yo levanté los hombros como si el hecho no me importara, pero me importaba.
─ Yo sé un juego, pero se juega entre dos y es secreto.
─ ¿Secreto? ─ a mí me interesaban los secretos.
─ ¿Querés jugar conmigo? Pero tiene que ser a solas.

No bien cerró la puerta del galponcito comenzó a sacarse la ropa y me explicó que igual ya se tenía que cambiar porque era la hora de irse. Me dijo que el juego era muy parecido a la lucha y me hizo poner de rodillas con las manos apoyadas en el piso, luego me manoseó debajo de las ropas mientras se agachaba detrás de mí. El juego era igual al que jugaban la perra de la almacenera con el perro de Daniel, mi vecino. “Están jugando”, me decía mi madre cuando yo preguntaba.

Sentí algo de dolor cuando Chiqui me empujaba como hacía el Pirata con la Pupi, pero era un dolor chiquito comparado con el entusiasmo que él sentía de estar conmigo, yo no iba a llorar por tan poco. Luego algo tibio y pegajoso chorreó entre mis piernas y no pude evitar sentir un poco de asco.

Noté que alguien forcejeaba con la puerta y por el olor a cigarrillo supe que había vuelto el hermano mayor del Chiqui. Entonces él se vistió rápido y me dijo que me fuera, que el juego había terminado.

Al poco tiempo tuve la primera menstruación. Nadie me había hablado nada del sexo, tal vez por eso, sangrar no me asustó; después de todo, ya me había pasado antes; pero esa segunda vez no pude, ni tenía sentido, mantener el secreto. Antes tal vez sí, o para esa niña que fui, quizás lo tenía, licenciada; pero ese deseo de precisión en usted, me revela que no ha entendido totalmente el valor de esa unión de palabras, “niña solitaria”. Aquella niña que fui guardó el secreto y esperó sin preguntar, pero él no volvió, ni al día siguiente ni nunca; sólo los dos mayores, y trabajaron todo el tiempo sin pausas, como si quisieran acabar pronto e irse; incluso el más viejo, que antes sólo hablaba, no tenía respiro. Ese mismo fin de semana terminaron y cuando mi padre les pagó diciéndoles que al juntar más dinero los volvería a llamar, ellos aclararon que habían agarrado una obra grande.

La casa no se terminaba y yo me hice adolescente sin amigas de mi edad. ¿Sabe quiénes eran mis amigas? Las amigas de mi madre, suponiendo que esas mujeres de su edad y ella practicaran algo parecido a la amistad. El resto del tiempo era silencio y lectura, un escudo contra la compañía de mi madre, cuyo carácter dominante me anulaba. Ella pretendía que yo hiciera las tareas de la casa y allí imponía las condiciones haciendo ciencia de lo trivial. Según ella, yo era una inútil y nada me salía bien. Me inducía a la acción y luego me interrumpía por ser incapaz de imitarla.

La escuela secundaria fue una tortura cotidiana, las adolescentes son muy crueles, licenciada, sobre todo con una chica pobre, mal vestida y solitaria; pero servía para escapar de ese otro tormento, mi madre.

Yo era claramente una chica rara. Y crecí presumiendo ideas equivocas sobre la sexualidad que mi timidez no me permitió despejar con mis compañeras. No fue fácil ese tiempo, hubo cosas, licenciada; por ejemplo, que esa chica eligiera hacerse invisible para los chicos que le gustaban; muchas frases desmedidas la paralizaban: “los hombres son animales”. “Una mujer decente no deja que la toquen hasta casarse”. “El sexo es una obligación inmunda”. “La mujer que se entrega es una regalada sin valor”. Ante toda esa impronta, yo hacía silencio sin asentir ni negar. Un silencio de llanto seco y resignación. La perfecta comprensión de lo que me había ocurrido tiempo atrás me hundió en la total desesperanza; sumado a todas las desgracias, encima eso. Recordar era querer deshacer el acto que me torturaba. Estaba enojada. Enojada con la ingenuidad que mi soledad había propiciado; con el muchacho, por la astucia impiadosa para detectarla y aprovecharse; y con mi madre, por su descuido imperdonable. Me preguntaba al escucharla, cómo puede un hecho casi involuntario, mal comprendido por mí en su momento, cambiar virtud en perversión. La torpeza de mi madre le impidió ver que sus juicios terminantes me involucraban. Más soledad se acumulaba.

Será porque todos los desdichados tienen su día de gloria, o porque no hay pena tan perfecta que no deje una fisura a la esperanza, será por eso que conocí a un muchacho; uno de esos seres que parecen mandados por un ángel desocupado, que un día encuentra una criatura sufriente y miserable y decide, por una única vez, mientras espera un alma que lo merezca, concederle una gracia. Me puse de novia, licenciada, desafiando los prejuicios, los errores y dolores en que me había criado, y decidí confiar. Una, enamorada se vuelve tonta, licenciada, tan tonta como para llevarlo a casa. Mi madre, ante la novedad inesperada, hizo todo lo posible por echarlo a perder.

Cómo era que esa hija opaca se animaba a ser normal sin su consentimiento. ¿Creería usted que estuvo a punto de estropearlo? Era astuta, licenciada, los seres incompletos, como ella, desvalorizan todo lo que tienen cerca para ponerlo a su altura; pero en la situación de perderlo, actúan de acuerdo a su necesidad, el instinto les anula las discapacidades. Ella estaba tan sola, malquerida y abandonada como yo, había dado lo poco que era capaz de dar, que a su entender era mucho, y ahora esperaba una devolución que siempre juzgaba escasa. Logró enredarme e inmovilizarme en ese juego, licenciada, es que una criatura tan infeliz como aquella que fui se vuelve en exceso vulnerable.

Hasta que un día, agobiada en ese forcejeo de augurios desdichados y tenues esperanzas que me demoraban, mi madre decidió jugar su carta más fuerte y me dejó en la mesa de luz una foto de aquella niña solitaria; esas fotografías que yo detestaba y evitaba mirar, y las que mi madre, arteramente, una tarde de lluvia acabó mostrándole a mi novio. Con una última resignación las sostuve en mis manos, debo haber llegado a un punto límite; porque nunca había tenido el valor de soportarlas. Sin vanidad, licenciada, no pude haber sido tan fea; sin embargo, en las fotos de aquel tiempo yo veía una criatura horrible. De pronto, con una de esas fotos en las manos, casi le diría sin mirarla, como si el objeto evocara el contenido, me ocurrió un ataque de llanto, un llanto compulsivo, inmanejable, y en medio del velo de las lágrimas advertí lo que nunca quise ver en esas fotografías: una niña pobre, mal vestida, mal cuidada, en un entorno horrible, y con una tristeza infinita en la mirada. Una niña desangelada. Y luego lloré de amor, porque pude reconocerme en ella, y perdonarla, y entenderla, y quererla, como no la había querido nadie. Y luego lloré por el tiempo que la hice esperar para ser, al fin, amada por alguien. La belleza, cierta belleza, licenciada, está en el ojo del que mira; y para que las personas nos sean gratas, hay que amarlas. Usted puede imaginar, licenciada ¿cómo habrá sufrido esa niña esperándome?

Ese día que pude perdonar a la niña solitaria, supe que había otros culpables, y entonces decidí cuidarme sola. Mi madre, con esa sagacidad del que se sabe en falta, ni aún en mi casamiento renunció a intentar manejarme: “Qué buen ojo tiene usted”. “La joyita que se lleva”. “Chicas así no quedan”. Descubrí ese día que, al parecer, yo era una pertenencia valiosa para negociar con otros, si eso se compara con lo poco que quiso que luciera en relación a ella, o a la falsa idea que se había construido de sí misma.

El amor nos transforma, dicen, tal vez por eso ocurrió mi reacción, desmedida o no: “Mamá, si vas a hablar, que sólo sea de orgasmos ajenos y de los ladrillos que tan bien has sabido cuidar”. Pienso que ese día entrevió el futuro que le aguardaba, desde entonces se hizo demandante, extorsionadora, llorosa o brutal, según la oportunidad se lo dictara. Escuchándola, es notorio que entiende mi infancia como una etapa de endeudamiento y en ese intento, me enrostra, como una acción extraordinaria, su decisión de alumbrarme, en vez de tirarme, como hacían tantas. Y acabó, como era de esperar: fea, vieja, triste y solitaria; insistiendo en preguntarme, dónde estuvo el error, cuál fue su pecado.

Desde que murió mi padre he dejado por completo de verla, no puedo; ella llama, sé que es ella; de algún modo logro intuir cuando es ella la que llama y no atiendo; deja en el contestador mensajes lastimeros o insultantes; los escucho muchas veces licenciada, sé lo que dice, lo que siente, el dolor infinito que hay en cada palabra que pronuncia o escupe y no logro sentir nada que me induzca a perdonarla. Ella apela, en el dolor, a la niña, sin entender que la niña no le debe nada; y en el enojo, a la mujer, sin admitir que la indiferencia de la mujer es el resultado de aquella crianza.

Yo, tan sólo tengo amor para la niña, licenciada; para más, no alcanza.

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Horacio Rodio Seín es escritor. Fue premiado en diversos concursos nacionales e internacionales de narrativa. Publicó "Media Baja", de Editorial Dunken, en 2012.
En "La mudanza", publicado en Doce Dientes, tengo el honor de citar un acápite de este cuento.

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