18/4/12

Darle vida



Un camino. Un camino conocido. Gris de sabido, de solitario, de asiento de acompañante vacío. Un camino de noche, de trama de sombras, de una radio que sintoniza a duras penas. Un camino que si sonara, sería con un ronquido recortado por el bosque que lo convierte en pasillo. Sólo se ve hacia delante, sólo los metros en los que la oscuridad es descompuesta por los faros. Así, delante de los faros, se le agrandó la silueta en pocos segundos.

Por un instante, el camino ha dejado de roncar. Es invadido por la estridencia de unas cubiertas quietas, pero que igual avanzan. Dejan un surco inconfundible detrás. Siguen quietas, hasta que también se detiene el camino. Auto quieto, camino quieto. Igual de quietos que la silueta, que se copia en el suelo, alargada, igual de negra que el resto de la noche.

La silueta tiene el pelo pegado en el rostro. Tiene un rostro sucio y lamentoso. Se lamenta casi en silencio, con los brazos muertos en los flancos, con las palmas que miran los faros, los ojos que miran los faros. Algo ha sangrado en ella. Su cuerpo o el de otro. Porque los harapos le cuelgan oscuros, como le cuelga el gesto, las uñas embarradas, el brillo enfermo en la mirada.

Él no pregunta de quién es la sangre. Se limita a acercarle las manos sin tocarle el cuerpo. El acercamiento y la distancia, juntos, significan una duda que no articula, no verbaliza. Flota una apelación en el aire. Él se pregunta qué habrá ocurrido. Si será víctima o victimaria. Imagina que podría tener un nombre frágil o aterrador. Aventura Ana o Muriel. Los dos lo inquietan, le dan sed. Mira el borde del camino; más allá la mata se cierra, se vuelve un secreto, una mundo acotado donde los gritos no se escapan, ni los muertos, ni la verdad de las historias. Mira las palmas, las piensa perpetrando mil tajos, o escudando la cara de mil golpes. Todo; las dudas, la contemplación, el sangrado, la luz de los faros, todo sobreviene en silencio. Inclusive la mirada breve que le echa en los ojos. Breve porque no soporta, porque quema. Porque la incertidumbre le ataca los latidos, los testículos, la base de la lengua.

El dilema explota por dentro. Él, curiosamente, recuerda que está vivo. Más que esa mujer, que quizás mató, o estuvo a punto de morir. Más que el posible muerto, olvidado dentro de ese secreto que empieza al borde del camino. Más que el posible homicida, que se ha quedado sin víctima. Está vivo como hace años no lo estaba. Durante los minutos que dura la contemplación y el silencio, expira la fatiga del camino demasiado aprendido, de la enormidad del auto vacío en todas direcciones, de la soledad que transmite el chasquido metálico de la radio. Olvida su vida en sepia, la casa hueca a pesar del mobiliario, las mañanas sin espejo, lo voluntad desgarrada que lleva en el ceño.

La toca por fin. Es un contacto ligero. Son unas manos sobre unos hombros que invitan a la mujer a subir al auto. Ella cede, acompaña el impulso. El asiento del acompañante se llena de su sombra; el auto, de olor a barro; él, de latidos. Y con cada uno es otra duda, otra imagen de la mujer ángel caído o lobo feroz. Es un aturdimiento dulce, es jurarse no preguntar de quién es la sangre, que ahora también mancha sus manos, el tapizado. Es una caída abismal a cada paso vivo por subirse pronto al auto, terminar el trayecto que ahora se le antoja azul o violeta, pero no gris. Es estar vivo.

Y llegan. Cumplen el pacto de silencio a rajatabla. Él corre una vez más. Ayuda a la mujer a bajar del coche, la asiste hasta el umbral. Mientras, por dentro, la anarquía le crece como una fe. Abre la puerta. Antes de hacerla pasar, quiere retener la última imagen de la casa muerta. Ve las pantuflas raídas, un plato a medio cenar, un vaso con moscas. Antes de hacerla pasar, la abraza. Ana o Muriel, piensa, y ambos nombres lo inquietan. Siente el vértigo que le baja al estómago. El vértigo es abrasivo primero, frío después. Es agudo. Es vértigo. Ángel caído o lobo feroz. Dolor de estar vivo.

Cuando la suelta, ve la sangre. Bajo la mancha se ubica el epicentro del vértigo. Algo ha sangrado en él. Su cuerpo o el de ella. Porque la camisa le cuelga oscura y franqueada, como le cuelga el estupor, la vida breve, la vista opaca.

Mira las dos sangres, la suya y la otra. Cae. Y justo antes de que la puerta se cierre, ve la silueta entrar, traspasar el umbral, darle vida a la casa.
* * *

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