22/11/11

Naila o Ilana

Con la fusión terminó la suelta de palomas, el abrazo, el idioma mismo. Alina camina y vomita sonidos guturales porque la nieve le entra por los zapatos rotos y el frío duele como los moretones, como el sastre gris que huye, se achica, se escurre por el puente. Son guturales porque aún no se acostumbra a la lengua, al tintinar de la mandíbula por el viento obstinado del Danubio, a que le duela el cuerpo. Piensa que el sastre gris y ese otro cuerpo que le da vida al traje, son un anagrama de ella misma. Piensa que quizás es Naila o Ilana quien se los lleva; a los dos, el cuerpo y el sastre.

Camina con el Danubio a sus espaldas, ella también se escurre por el puente, en la dirección diametralmente opuesta. Siente una suerte de escarcha en las mejillas, sobre el pómulo morado. “Son sus lágrimas”, dice, e inmediatamente murmura “könnyek”. Temerosa de sus propias palabras, se lleva la mano a la boca, la aprieta como para que no se escapen, para que no diga esas cosas que ella no diría, que Alina no diría, aunque llegara al hotel y le contara a Luis María que se le antojó un diccionario Húngaro – Español, y que aprendió algunas palabras. Sabe que Alina aprendería piano, diario, té, puente. Zongora, napi, ön, híd. Alina no aprendería lágrimas y por eso está aterrada, porque se para en medio de la nieve, carraspea, se prepara para decir lágrimas, fuerte y claro, y dice könnyek. Cada vez más Naila o Ilana. Cada vez menos Alina.

Sigue presa del temor y de la nieve, camina, todavía tomándose la boca. Tiene la vista desesperada, el habla desesperada. Ahora es ella la que llora. Naila o Ilana. La nieve la coloniza, la invade. Mira al cielo que la escupe, un cielo gris recortado por copos que no dejan de caer, y dice, “basta de nieve, por favor”. Y como si las palabras se gastaran, se fagocitaran con el mero sonido; como si el frío y el Danubio y un Dios de cualquier nacionalidad la obligaran, Naila o Ilana murmura, es vejada por un eco en la garganta, por una traición del lenguaje, y dice: “elég hó, kerema”.

Ahora es ella la que llora, arrodillada en un frío inmisericorde, sabiendo que responderá en otra lengua a los golpes. Sabe que Alina, la falsa, la del traje gris, se excusará por no tocar el piano en la próxima reunión, amará a Luis María, que la sacará para siempre de Budapest, que le será sencillo acostumbrarse al calor de Buenos Aires, que dejará de escribir su diario, porque la otra, la lejana, a la vez que llora se desviste, se quita de a uno los harapos sucios. En cada movimiento descubre un moretón, una razón para lo que hace. Naila o Ilana es blanquísima. Se mira los muslos, ahorcados por la nieve, y piensa que es difícil discernir, entre las lágrimas, el límite entre la piel y los copos. La vista se le nubla, porque ahora es ella la que llora y la que ha decidido no volver. Los trapos que la cubrían parecen manchas sobre el suelo incoloro. Ya no habrá diario, porque ya no habrá golpes, ni zapatos rotos, ni un frío espectacular. Naila o Ilana es una figurita espantosa en un desierto blanco. No hay nadie, en medio de esta tormenta, que la cubra, que la guarezca. Es un animalejo que se acomoda en posición fetal y de a poco se borra del mapa. Siente el entumecimiento, los ojos que se le cierran, las manos que se le agarrotan. Parece que solo la mandíbula, en ese tintinar involuntario, resiste la momificación, la salvaguarda del cuerpo, el descanso. Pero los dientes de a poco cesan. Naila o Ilana no es más que un montón de hielo esponjoso. Si alguien cavara, sin embargo, encontraría un cuerpo azulado, unas lágrimas propias y ajenas.

A veinte lados de allí, y un poco más, Alina se despierta en una cama de hotel. A pesar del hogar que centellea, un escalofrío le recorre la espalda. En la penumbra, se ven sus labios decir “végül”. Y como si las palabras se gastaran, se fagocitaran con el mero sonido; como si el fuego y Budapest y un Dios de cualquier nacionalidad la obligaran, Alina murmura, es vejada por un eco en la garganta, por una traición del lenguaje, y dice: “por fin”.


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Basado en "Lejana", de Julio Cortázar.

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