29/3/12

IV Certamen Nacional de Poesía y Cuento Breve de Ediciones Ruinas Circulares


Los siguientes textos han sido galardonados con "Mención General" en el IV Certamen Nacional de Poesía y Cuento Breve de Ediciones Ruinas Circulares.
El destacado jurado ha sido integrado por Liliana Díaz Mindurry, Graciela Bucci, Valeria Tentoni y Federico Novak.

Unos dedos
Hay unos dedos que crujen
silencio
que debieron deben debieran
decir
Unos dedos de omisión y felpa
de nunca en la llaga
Unos dedos que podrían
mostrar la flor
la raíz
una ventana
Que podrían la letra y la verdad
y sin embargo
cuentan
la pólvora que arde
la brújula descompuesta que gatilla
siempre al sur
el color del cuerpo
los jaques
las moscas que sobrevuelan al linyera
Cuándo es que lo dedos son veraces
cuándo es que veraz es miserable
cuándo es que miserables son los dedos
que cuentan hijos nacidos
Cuándo es que los hijos nacidos
han dejado de importar
Cuándo
cruje en verdad
la mirada que dice
podredumbre
pueblo flaco
puta enferma
inmigración
lo de amoral y de sacrílego y de peste
que tiene la mañana
el martes
o septiembre
Y cualquier día
cualquier hora
en que unos dedos
crucen unos labios
y llamen a silencio

* * *

Si, gracias
Sólo respondimos que sí, que gracias. El trato era tan cordial. Además, el hambre. Desde temprano no comíamos, pensando en la cena. Entonces, cuando la boca perfectamente maquillada de la recepcionista nos invitó a pasar, cada una, a mesas distintas, dijimos que sí, que gracias. Claro que llegamos juntas. Y también queríamos charlar, contarnos cosas, pero teníamos hambre.

Me dije mentalmente que la recepcionista debía ser una mujer verdaderamente intuitiva; me asignó una mesa al lado de la ventana, como a mí me gusta, y ubicó a Verónica en el centro del salón. Todo sin preguntar. Chau, Laura, me dijo Verónica. Nos vemos después del postre, respondí. Y enseguida imaginé un menú repleto de delicias. Así empezó todo.

Un hombre acercó mi silla a la mesa, mientras otro me colocaba un enorme babero. Un tercero trajo tostadas tibias, queso, jerez. En otra fuente, maníes y pasas de uva. A la izquierda, patés, aceitunas, tomates secos. Y después, apenas pensé en la sed, una niña con delantales trajo jarras heladas, copas enormes. Probé un poco de cada cosa, y me acordé de Verónica. Estiré el cuello, entorné los ojos para ver en la oscuridad, apenas vejada por las velas, y descubrí que no había nadie alrededor. La mesa más próxima estaba, por los menos, a unos treinta metros. No recordaba haber caminado tanto. Me urgió saber la hora, volví a pensar en Verónica, e instantáneamente parte de la oscuridad se volvió mozo. Un mozo amable que me dijo “es temprano, señorita, aquí tiene, pasta y mariscos; el vino, permítame su copa, fue añejado en roble, pruebe”. Respondí que sí, que gracias. Y entre bocado y bocado sólo pude articular dos reflexiones: primero, que el servicio era excelente, todos allí parecían leer mis pensamientos; y segundo, que el mozo nunca movió sus labios para hablar.

Me desperté avergonzada. Entre los platos distinguí los restos de un postre de chocolate y canela; al lado, frutas y caramelo. Venía, desde otro salón, olor a pan caliente. Era de día y llegó una morena con brazos fuertes. “Por aquí, señorita, el desayuno está casi listo”. Sentí las piernas entumecidas y al instante la morena ayudó a ponerme de pie. Como si el aroma fuera un trazo visible, me llevó hasta el pan recién horneado, el café. “Con leche, ¿verdad?” Y yo le dije que sí, que gracias. Antes del primer sorbo, intenté decirle que yo había venido con alguien, que por favor... Y me sonrió rápidamente. Tan rápido como introdujo en mi boca una masita de manteca. Pensé en mis muelas y en que debía dejar de pensar. Todo lo adivinaban.

La segunda noche me sentaron en el ala derecha. Yo era una boca, una lengua, una garganta. A lo sumo, un cuerpo adormilado. Esquivando los pensamientos adivinables llegué a una conclusión: no había, en realidad, motivos de queja. Todo era exquisito y oportuno. Ya no había nada que desear.

Luego de una semana aquí ya no necesito caminar. La morena o el mozo amable me trasladan a una u otra mesa en una silla convenientemente mullida, con ruedas. Un orificio en la sentadera me permite orinar y defecar sin esfuerzos. Me higienizan, aunque no se cómo ni cuándo. El respaldo, perfectamente reclinable, evita el entumecimiento por dormir sentada.

A veces, la niña de los delantales o la recepcionista -y su boca- me sonríen. Ya abandoné el hábito de pensar. A veces, sólo a veces, me angustia la idea de salir de aquí, porque he logrado olvidar todo, porque ahora sólo deseo aquello que me dan. A veces, también, dudo del orden cronológico de mi necesidad. A veces, me parece desear el alimento después de empezar a devorarlo. Igualmente, saciada el hambre, acaba la duda.

Ayer me encontré con Verónica, su silla también parece cómoda. Nos dejaron comer juntas. Hablamos poco. “La carne del mozo amable es ligeramente dulzona”, me comentó. En ese instante apareció la morena, traía sal. Y le dijimos que sí, que gracias.

Antes de irse, quitó el moño de la bandeja.

* * *
 
Mi especial agradecimiento a Laura Massolo y su inagotable generosidad.

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