6/10/10

El Reloj


Es una verdad universal que los relojes son manejados por ratones. Al menos todos los que excedan los noventa y nueve centímetros de diámetro. Los de torres, ayuntamientos, campanarios. Los de aeropuertos y plazas con monumentos, los de escuela. También lo era el nuestro, el de la estación de tren.

La tropa de ratones varía de un reloj a otro. Se sabe que los relojes de ciudad emplean menos ratones, porque la bulla urbana le quita sentido a las campanadas. Algo similar ocurre con los relojes londinenses, que no tienen ratón operador de segundero, porque la neblina atenta contra ese brazo flaco y veloz. En las iglesias, en cambio, los ratones son un imperio vasto; se organizan milimétricamente y tienen guardias y suplencias, porque muchos se duermen con la nana elástica que propone el rezo autómata.

Sin embargo, el nuestro era un reloj ordinario, de estación de tren. Ordinario y único y testigo. Tenía un par de ratones por pieza en cada turno. De tanto en tanto, llegaban doce ratones pequeños que cenaban la mugre que empezaba a tapar las horas. Y si bien no teníamos certeza, nos parecía que las primeros días de escuela, los Domingos de Pascua y los primero de año, doblaban los ejércitos. Porque sonaba gordo e ineludible. Sonaba con unas campanas de tijera, que cortaban la respiración y la rutina, y apuraba el paso, hasta de los viejos.

Dos corrían sobre el vástago que movía la primer gran rueda dentada. Otros dos, hacían lo propio en la segunda rueda; a ésta, parecida a un gigante disco de teléfono, le brotaba una columna hasta el engranaje de piñón fijo, que agitaba los brazos del tiempo. A centímetros de allí, un ratón, posiblemente gordo, cuidaba con recelo la pequeña isla interior que contaba los segundos. Como una burbuja estanca, como oteando desde arriba al cinco y al seis, el segundero giraba sin cansancio, con ratones que se pasaban la posta de a cinco pasos del más largo de los brazos. Diez ratones batían las campanas, y unos cinco, luchaban contra la invasión de las palomas.

Todos lo sabíamos, y el equilibrio era numérico, vital, mecánico. El tren respondía como todos nosotros. El humo de su chimenea, la misa de las ocho, las puertas de la fábrica, todo se sometía y funcionaba. Algunos simulábamos un olvido, y allí dejábamos pan o frutas, cuando pasábamos por la estación. Y así lo hacían los empleados del correo, cuando retiraban las bolsas de correspondencia, y las monjas del convento, cuando iban a limpiar el crucifijo donado para la sala de espera. Todo acontecía; como los dientes muerden, como las uñas crecen, con liquidez, con una bellísima naturalidad cronológica.

Por eso, cuando dejó de venir el tren, pensamos en los ratones. En un descuido, en un ratón haragán, en una huelga. Y no. Porque los brazos aún se batían, el timbre del colegio seguía sonando junto con las campanas de las ocho. Y aún así, con esa precisión quirúrgica, con ese compromiso de calendario, el tren dejó de venir. El tren dejó de someterse, dejó de venir, dejó el pueblo.

Durante los primeros tiempos, íbamos en grupos a pedir explicaciones a las boleterías. Después, fuimos quedando menos. Y esos pocos, inclusive, aprendimos el silencio en la estación de tren, de la estación del reloj, del abandono.

Las vías se volvieron verdes, las paredes, ocre. El crucifijo se agrietó en la espera. Los bancos se opacaron; los vidrios, todos fueron víctimas de las gomeras. Los andenes sordos, se enmohecieron, se marchitaron, como el pueblo.

Solo el reloj mantenía la lucha. Hasta ayer, casualmente, que invadieron las casas y las calles. Se cansaron de la indiferencia, supongo.

Extrañamente, empezaron por la iglesia y el destacamento. Después la salita, los almacenes. Tenían hambre, supongo.

Muy pocos quedamos vivos. Nos agolpamos en un rancho viejo. Tapiamos las ventanas y las puertas. Rezamos todo el tiempo. Pero ya los escucho afuera. Tienen un chirrido tan agudo. Son tantos. Están enojados, supongo.
* * *

1 comentario:

  1. Gran, gran alegoría, Pamela.
    La tristeza del abandono de los pueblos.
    Saludos.

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