17/11/10

Propia Selva


Si todo el resto era blanco, no se como llegamos al verde. No se como fue. Alguien debe haber dicho verde, seguro. Y más de una vez. Aunque, en realidad, no recuerdo como llegamos al verde, a las latas de pintura, a una habitación tan verde como puede imaginarse una habitación totalmente verde. Y nunca pensamos en el peligro. En el peligro de una habitación tan verde, tan peligrosa como verde.

Un sábado, de mañana:
Julián llegó con una lata en cada mano. Verde vivo, decían las etiquetas. Pinceles nuevos, todavía flacos y cuadraditos, un rodillo grande, rollos de cartón para el piso y sombreros de papel de diario. Yo todavía estaba con el mate, pero lo dejé y fui a curiosear. Verde vivo, leí. Y me gustó. Imaginé que le daría un aire silvestre a la habitación de Lucas. También me alegraba terminar de una vez con ese cuarto. Solo tenía la cuna sin usar y unas cajas sin abrir. Ya era momento de que Lucas duerma solo, así que todo era oportuno, prometedor.

El día alcanzó para una pared. Cayendo la tarde, menguando la luz, miré la habitación desde la puerta. El reflejo, que se escurría por el ventanal, semiabierto, moría en la pared verde. Me acerqué a ella, conservando la distancia que merece la pintura fresca. Sin saber la razón, en lugar de mirarla fijamente, arrimé el oído: parecía respirar.

El jueves siguiente:
Aprovechando las tardes y el franco Julián terminó la habitación. Me llamó la atención el techo. Mercedes, mirá, me dijo. Y yo vi un cielo perfecto, con dos nubes que no hacían mella. No había pintado ningún sol, pero podía verse un cielo diurno y veraniego. Cuando entró una brisa por la ventana, cualquiera hubiera esperado que las nubes se movieran un poco. Las miré desafiante, curvando un poco los ojos. No se movieron. Y sentí una ligera desilusión.

Un martes:
Ya hace varios días que Lucas duerme en su cuarto. Cuando fui a buscarlo a la mañana me sorprendieron dos extrañas mariposas. No recordaba haber visto mariposas de ese tipo en el jardín. Eran del tamaño de mi mano. Sus alas me recordaron nuestra luna de miel en Brasil. Casi podría haber jurado que sabían a mango. Si solo hubiera podido acercarlas a mis labios. El color de sus alas no podría tener otro sabor.

Por la sorpresa tropecé con el canasto de los juguetes. Debo haber asustado a Lucas, porque rompió en llanto. También se asustaron las mariposas, y abandonaron la baranda de la cuna, donde aguardaban frotándose las patas minúsculas, flacas, peludas, que parecían tallos huesudos. Lamenté que se fueran. Seguí el ruido del aleteo con los ojos, que se evaporó más allá de la ventana, perdiéndose en el verde, pero de afuera.

A la noche le conté a Julián, le dije de las mariposas tropicales, que no sabía de dónde habrían salido, que nunca vi algo así en casa, que las busqué en un libro de biología y el libro decía que eran originarias del Amazonas, que eran hermosas, pero ahora que lo pensaba, me daba aprensión que hayan aparecido así, sin explicación aparente, que el aire, en la habitación de Lucas, era más cálido que en el resto de la casa. Y Julián me miró alzando un seño y a todas mis palabras apiñadas, desordenadas, solo respondió: ¿vos estás durmiendo bien, Mercedes?.

Al otro día:
Me levanté con el recuerdo de las mariposas extrañas y enojada con el desaire de Julián. Cuando fui a buscar a Lucas a la habitación miré el cielo. Estaba como mi día, sin sol. A pesar de la ventana abierta, hacía un calor pesado, vegetal, viscoso. Olía a barro y jungla sometidos por la lluvia.

El domingo:
Julián viajó a Pila a ver a sus padres. Yo seguía molesta con él, con su falta de atención y con su incredulidad. La pelea pasajera sirvió de excusa para quedarme. Hace algunos días que Lucas y yo pasamos las tardes disfrutando el sol tórrido de la habitación, y esa brisa verde, como las paredes y las matas que están creciendo en las esquinas y bajo la cuna. Llegaron unos colibríes por detrás de la cómoda. Sus colores eran hipnóticos.

Cuando Lucas se durmió me acerqué a la pared. Apoyé el pecho, las palmas; hundí mi oído derecho en el muro verde, perfumado, húmedo por el rocío de la selva; cerré los ojos y puse todas mis células en los sonidos que provenían de la jungla. Mi pelo, mis rodillas, los dientes, todo oía las palmeras agitarse, los animales, el agua visible e invisible detrás de la pared. Era música. Me quedé allí una eternidad, un minuto o un año. El rugido feroz de un puma me apartó. Me miré las manos, que olían a savia, las rodillas con lodo.

El mismo domingo, por la noche:
Julián llamó. Hay un corte en la ruta, dijo. Todo es quietud en la casa, Lucas duerme. Desde mi cuarto huelo el soplo dulzón de la selva. Me imagino que será la mezcla del sudor de las bestias, del agua y el musgo, de las lianas, de las flores y las mariposas muertas y vivas, de los reptiles, del color de las aves. Intento abstraerme, dormir, resistir la insoportable tentación. Miro el reloj abrumada por la espesura del tiempo, por su avance pegajoso. Dejar de pensar es algo sólido, metálico, inasible. Atiendo a mis muelas, al encastre perfecto de mis muelas. Perfecto, como el equilibrio amazónico, tropical, salvaje. Y aprieto tanto los ojos que las luces me saltan dentro de los párpados. Y son verdes. Como las paredes. Verde vivo, decían las etiquetas. Y me gustó. Me levanto agazapada, escondida de la quietud, del sinsentido de mi atracción lasciva e invasora. Pegada a las paredes blancas, esas que no tienen nada, voy camino a la selva. Huelo el aire, lo oteo a cada paso firme y brutal que devora el pasillo. La puerta entreabierta de la habitación me duele en las fauces y en las uñas, y entro. Toco el verde, que me empalaga de sonidos y aromas, y los pies abren paso entre la hierba. Ahora miro la puerta, desde adentro, camino hacia atrás; me apoyo con toda la espalda, y la nuca en la pared verde. Acerco los talones, hago fuerza para que ni un centímetro de mi dorso quede ajeno. Y la pared se hace blanda, la traspaso como una gelatina, que copia mi contorno. Escucho la gelatina que cambia a cada centímetro de mi paso, la escucho plástica y honda, hasta cerrarse de un golpe frente a mi nariz. Del otro lado, del de la selva, apoyo mis manos en la pared. Desde aquí veo la cuna, a Lucas que duerme plácido, sin saber que está en su propia selva. En la habitación empieza a clarear, pero acá, el follaje todavía impide al sol entrar. Y llega Julián, que me llama, puedo oírlo. Y entra en la habitación, ahora lo veo. Mira a Lucas, mira la cuna, no me ve, y no ve la selva.

* * *

6 comentarios:

  1. Qué buen cuento! Me recordó a "la noche boca arriba" de cortázar.

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  2. Mirtuchi! Muchas gracias, que bueno que te haya gustado. La verdad, debo confesar mis ineludibles influencias cortazarianas.
    Ojalá pases seguido por aquí.
    Saludos!

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  3. Me gusto mucho, y es verdad, tiene aires de Cortazar...
    Si me permite una pequeña sugerencia
    pruebe hacer con los dos planos una ruptura en la escritura no especifique tanto los momentos selvaticos, mezclelos mas con el resto del relato. Que se descubra al final solamente la superposicion de planos, Por ejemplo con las mariposas; si me pone en sospecha que son distintas a las demas descubrire a mitad del texto la trampa de la selva, hubiese alcanzado conque le paresca extraño ver mariposas en la habitacion...
    Es una opinion, pero haga la prueba y cuenteme que le parece.
    De todos modos me gusto mucho. Tiene buena mano y una creatividad deslumbrante.

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  4. Mi estimadísimo Kafrune! Que alegría tenerlo por estos lares! Le agradezco con A mayúscula que pase por aquí. Claro que haré la prueba. Que buena sugerencia la suya! Ya tendrá noticias del resultado del experimento.
    Un gran saludo, mi querido. Y un chin chin con vino de honor, que es gratis, y por tanto, más rico.
    Beso!

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  5. Tenes un blog muy interesante. Excelente este cuento.

    Un saludo!

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  6. Gracias por pasar, Arbolengo. Estuve paseando por tu blog también, y es un placer recorrerlo. Gracias!

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